Divina Maternidad
El siguiente texto, lo escribí una tarde de aquellas en las que haberme convertido recientemente en madre y tener la dicha de seguir trabajando como profesora universitaria, me hacían sentir verdaderamente afortunada. En aquel semestre en la universidad, mis alumnitos hermosos, a quienes recuerdo con muchísimo cariño, debían redactar textos inspirados en la temática que quisieran, en la que más les apasionara, pues lo que se pretendía era que ello les sirviera como motivación para adentrarse en el maravilloso mundo de la escritura. Así, sabiendo que se predica con el ejemplo, y motivada por la temática libre, les mostré el texto siguiente como ejemplo de lo que podían crear. La única salvedad es que la versión de ahora es un tanto más amplia que aquella primera versión. Dicho esto, ahí les va mi texto titulado
"Divina Maternidad"
Observo su piernecita derecha en el aire: la sube y la baja
insistentemente mientras se lleva a la boca ese juguetito que tanto le gusta.
En los últimos días, le ha dado por hacer unos soniditos súper graciosos
jugando con sus labios. Mientras escribo este post, él está tirado boca
arriba concentrado en tales actividades, como si nadie más existiera alrededor.
De pronto, y con la dificultad propia de sus primeros ocho mesecitos, al tratar
de incorporarse, emite un “chanchito” muy sonoro que dibuja en su rostro una
sonrisa infinita. Lo observo, me observa, nos observamos, y reímos juntos. Sus
diminutos ojitos negros relucen como dos capulíes: ¿cómo fue que llegaste aquí,
pequeño?
Me quedo observándolo y, como si me leyera el pensamiento, me
regala una sonrisa silenciosa, pero más amplia todavía. Jamás sensación alguna
había sido tan intensamente mágica, tan extrañamente cautivante, tan
maravillosamente sanadora.
Antes de Leo, la maternidad no era una opción para mí. La
consideraba una bendición, sin duda, pero que implicaba una responsabilidad que
no estaba dispuesta a asumir. Frente a cualquier comentario o pregunta, sea directa
o indirecta, que recibía de los demás con relación a la posibilidad de convertirme en madre, había optado, en los últimos
años, por responder con un rotundo NO (y vaya que estas preguntas y
cuestionamientos se tornaron mucho más recurrentes desde que cumplí los
treinta).
Ahora que lo reflexiono bien, puedo identificar, en realidad, varias razones que me hacían asumir esa postura, pero les hablaré, primero, de dos de las que, de inmediato, asoman a mi mente. La primera razón se relaciona con una característica muy personal con la que tuve que lidiar desde muy pequeña: mi extremo, mi obsesivo miedo frente a la posibilidad de perder a mis seres queridos. Me refiero, en concreto, a cómo había aprendido a vincularme con la idea de la muerte. Definitivamente, mi mirada frente a ella estaba lejos de ser sana. Por ello, temía que, una vez convertida en madre, la incertidumbre y la tensión anticipadas se tornaran mucho menos manejables. No quería pasarme la vida a puro sobresalto.
¿Han experimentado ese miedo que quiebra, que paraliza, que agobia persistentemente? Bueno, de ese miedo les hablo. Y es que un rasgo que me ha caracterizado siempre ha sido mi extrema, casi casi enfermiza preocupación por preservar, a como dé lugar, la integridad y el bienestar de los míos, ¡como si todo ello de mí dependiera! Sabía que teniendo un hijo jamás podría volver a sentirme segura ni tranquila (muchas veces, pese a mis miedos e inseguridades, sentía que, con los años, estaba hallando, con mucho esfuerzo eso sí, mi propio equilibrio). Teniendo un hijo, sentía que todos mis avances y progresos al respecto simplemente ¡se esfumarían!, razón por la cual no estaba dispuesta a convertirme en un ser humano más vulnerable de lo que ya era. ¡Qué lejos estaba de sentir lo que verdaderamente la maternidad produjo en mí en este punto en particular!
Además de estas dos razones endógenas, es decir, muy
internas, muy personales, logro identificar dos más, pero que, más bien, son
exógenas, es decir, externas a mí. En primer lugar, les confieso que solía
pensar que el mundo estaba ya suficientemente atiborrado de gente. Pensaba que
con tantos niños en el mundo sufriendo de hambre y desnutrición ¡no era
responsable traer a otro más a esta tierra casi casi colapsada! Es más
“responsable” decidirse por la adopción, me solía repetir, ya que hay
demasiados niños sin hogar y me haría inmensamente feliz brindarle un hogar y
mucho amor, aunque fuera a uno solo de aquellos pequeñuelos. De hecho, considero que esta idea sí era una
posibilidad muy cercana para mí, pues, con recurrencia, afloraban en mí ciertos deseos, ciertas necesidades que me hacían ansiar cuidar de otro ser humano que no fuera yo, de
otro ser humano especialmente bello e indefenso: no importaba si este fuera un bebé recién nacido o un niño ya algo
crecido, lo cierto es que las dos alternativas eran igual de arrobadoras para mí. 💓
En segundo lugar, tenía muy claro que el mundo no era un ya
buen lugar para vivir. Esto, debido a varias razones, en realidad, pero, entre
ellas, me agobiaba mucho pensar en la contaminación ambiental y en los desastres
naturales. Pensaba que tener un bebé implicaba incrementar la contaminación,
pues el solo hecho de considerar cuánto tiempo tarda un pañal en degradarse por
completo (más de 500 años), me hacía sentirme anticipadamente irresponsable si es que me decidía a ser madre algún día. En ese entonces, ni siquiera sabía que existían otros modelos de crianza cero consumistas y ecológicamente amigables. Sobre estas, leí mucho después, ya con mi pequeñuelo en brazos.
Muchos de los que me hacen el honor de leer estas líneas se podrían estar preguntando: ¿y no pensaste en tener una mascota? Mi respuesta: de hecho que sí, de hecho que fue una posibilidad que también consideré; no obstante, la idea de tener que recoger siempre el popó de mi mascotita, ya sea dentro o fuera de casa (parques y calles), definitivamente, me hizo darme cuenta de que admiro profundamente a las personas que aman a ese nivel a los animales; más aún, a aquellas personas que son incapaces de hacerse de la “vista gorda” si se encuentran en la calle a un animal abandonado y van, y los recogen, y los cuidan, y los protegen, y les prodigan su amor! ¡Qué bellas maneras en las que los seres humanos podemos entregarnos a los demás y hacer el bien! Pero, en mi caso, siempre preferí la compañía de un libro, no puedo negarlo, pues el libro, además de prodigarte el inmenso, el intenso, el mágico placer de la lectura, es sinónimo de cero demandas: no come, no hace popó, no reclama, no amerita cuidados extremos ni que modifiques tus rutinas o costumbres ¡Oh, qué mágico es el libro! 😍😍😍
Por ello, cada vez que las dudas existenciales asomaban a mi mente, no dejaba de considerar absolutamente plausible, para mí, la alternativa de vivir sola; eso sí, en un departamento de soltera especialmente acondicionado de acuerdo a mis necesidades. Vale decir, en un departamento que tuviera, para empezar, una bella cocina, pues me apasiona la cocina, pero, eso sí, siempre que no sea una actividad que tenga que realizar todos los días. En un departamento con una biblioteca de ensueño, especialmente provisionada de los títulos más selectos, pues me encanta leer y sentir el olor de los libros, más si estos son viejos. Y, por supuesto, otra exigencia que me solía plantear a mí misma era que mi departamento de soltera debía tener espejos por todos lados, pues desde siempre me fascinó la ilusión que estos generan de agrandar los espacios. Algunas mañanas al despertar y sentir la luz del día sobre mi rostro, cerraba mis ojos y me regocijaba la sensación de que esta última posibilidad casi casi la tenía entre mis manos ¡Qué diáfanas pueden llegar a ser algunas experiencias pese a aún no haberlas vivido del todo! 😻
Y, así, pese a mis tantas objeciones frente a la idea de
convertirme en madre, pese a que no estaba aún dentro de mis planes (o por lo
menos dentro de los más próximos); contra todo pronóstico, un buen día de junio, recibí la noticia más alucinante que pude haber recibido a mis treinta y tres:
¡un pequeño ser crecía dentro de mí!
Leo llegó a mi vida para llenarla de ilusión y ternura. Hoy
que lo tengo conmigo, estoy embelesada con su presencia. Aunque hay días duros,
siempre tengo presente que ningún bebé pidió venir al mundo, que somos los
padres quienes los traemos, por lo tanto, nos toca ofrecerles lo mejor de
nosotros y prodigarles todas las atenciones que necesitan, porque, eso sí,
¡nada se compara con la ilusión y la alegría, con ese arrobamiento que un ser
tan pequeño e indefenso es capaz de generarnos en el alma y en el cuerpo
con su sola presencia!
Es por eso que hoy ya no solo puedo hablar de la maternidad a secas, sino de una “divina maternidad”, porque la llegada de esta a mi vida no solo replegó mis miedos más crónicos y me hizo postergar de manera sutil, natural y hasta sublime todos los proyectos personales que pude haber tenido, sino que removió mi mundo con un giro tal que todo cuanto pudo haber constituido, antes de ella, el centro de mi vida, perdió fuerza e importancia frente a la urgencia de procurarle todas las atenciones a un ser que, sin ellas, sencillamente ¡no estaba capacitado para sobrevivir! La maternidad me enseñó, y de una manera absolutamente categórica e incuestionable, lo verdaderamente esencial en la vida, lo verdaderamente trascendental para vivir: comer, respirar, dormir, atender, entender, aprender —constantemente aprender— ¡incansablemente aprender!
Y es que, con la
maternidad, ya no son los planes a futuro o los proyectos profesionales,
académicos o de naturaleza similar los que constituyen nuestro centro y nuestra
meta, nuestra fuerza y nuestro pilar ¡ya no! Con la maternidad, te vuelves
absolutamente consciente, terriblemente consciente de que lo más importante en
la vida es aprender a vivir.
Y es que, como afirma, Yna May Gaskin, “Estar con un recién
nacido y prestarle toda tu atención es como darle a tu alma un trago de agua
fresca y pura”. Un trago de agua fresca y pura que te hace renacer, como si en verdad se pudiera volver a nacer. Esa es la magia, la divinidad que esconde la maternidad, desde mi experiencia.
En otro post, estaré encantada de hablar sobre este último aspecto. Espero puedas acompañarme con la lectura y con tus comentarios, de ser posible. Siéntete en la libertad de hacerlo. 😀
¡Abrazos llenos de luz y de magia por cuanto la maternidad nos ha regalado, especialmente a quienes más la rehuíamos! 🙈🙊
Bello
ResponderBorrarGracias por acompañarme con tu lectura, estimada Nery. :)
BorrarHola Yoshi, que grandioso el poder de la escritura y lectura, mientras leía tu blog me imagina tus palabras hasta incluso alguno de tus gestos. La maternidad es una gran bendición, y al igual que tú no estaba programada en mis planes o proyecto de vida hasta que perdí al ser que más ame en esta vida, mi madre: este suceso tan duro y dificil para mí, me permitió comprender muchas cosas. Un abrazo Yoshi ojala la vida nos permita un reencuentro.
ResponderBorrarPatty, amiga, gracias por tomarte el tiempo de leer este post. Es tan bonito sentirnos acompañadas y que podamos compartir nuestras emociones. Nos alimenta el alma, más aún con todo lo que estamos viviendo este año. Un abrazo, amiga. Dios mediante, nos volveremos a reunir para charlar de esta experiencia tan linda como lo es la maternidad.
BorrarHola, Yoshi: mientras te leía, pensaba en que yo también le huía a la maternidad, pero ahora, al igual que tú, puedo decir que es maravillosa, pues te hace mejor de muchas maneras. Yo tengo tres pequeños (uno de cuatro y dos de dos) son la locura, pero me enseñan mucho. Un fuerte abrazo.
ResponderBorrarLa maternidad es mágica, querida Luz, y tienes mucha razón, la maternidad es un paquete completísimo que nos regala más de lo que esperábamos y, sí, nos mejora de muchas maneras. Wow, de solo imaginarte con tus tres peques, ¡Dios! Pero también me imagino que con tres hijos ¡tienes triplicada la magia de la maternidad! Mucha fuerza y energías, querida Luz. Un abrazote, gracias por leerme.
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